domingo, 7 de octubre de 2012

Añoranza del silencio

Sábado, 6 de octubre de 2012. Fiesta de San Bruno, fundador de los cartujos.


La Grande Chartreuse, en Isère (Francia)

 






Once y veinticinco de la noche y todavía no hay silencio en el rincón escogido para sentarme a despedir el día. Gritan unos niños en la calle, como si estuvieran en el patio de recreo. Seguramente las seis de la mañana es la mejor hora para la quietud, cuando todo duerme en las atolondradas ciudades en las que el progreso ha alterado tanto los ritmos naturales. ¿Qué hacen unos niños gritando fuera, a las once y media de la noche?

En Buenafuente, a las diez menos cuarto rezábamos completas. Una hora antes, al pasear en la cerrada oscuridad de las afueras del pueblo, tan solo iluminada por la luz de la luna creciente, el silencio era completo. En las noches templadas, cantaban incansablemente los grillos. Y en las noches frías, solo las hojas de los árboles movidas por una suave brisa producían un leve sonido silencioso. En otras ocasiones, nada. Absoluto silencio. Y, en mi habitación, siempre nada.

Aquí siguen las voces, ruidos de coches y el estruendo de alguna moto descuidada. Sonidos desdibujados del televisor vecino, pasos en mi cabeza, ruidos de aguas, y alguna conversación en voz excesivamente alta. 

Añoro el silencio que duele en los oídos.
Gozar de ese silencio si quiera unos días al año es un privilegio impagable.

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